¿Por qué leer los libros del pasado?

Por C. S. Lewis

 

Anda por ahí una idea muy curiosa, de que en cada materia los libros antiguos deben ser leídos solo por los sabios, y que el principiante debe que limitarse a los libros modernos. Es por eso que he encontrado como tutor de letras inglesas que si un estudiante ordinario desea saber algo sobe el platonismo, la última cosa que se le ocurre es agarrar del librero de la biblioteca una traducción de Platón para leer el Simposio. Prefiere leer alguna  insípida obra moderna diez veces más larga sobre los “ismos” e influencias, que solamente una vez en cada doce páginas relata lo que dijo en verdad Platón. Su error es más bien genial, porque surge de la humildad. El estudiante teme encontrarse cara a cara con un gran sabio. Se siente inadecuado y piensa que no lo va comprender. Pero si solo lo supiera, el gran hombre, por su misma grandeza, resulta mucho más comprensible que sus comentaristas modernos.  Aun el estudiante más sencillo puede comprender, sino todo, siquiera gran parte de lo que dijo Platón; mientras algunos libros modernos sobre el platonismo no se los puede comprender casi nadie. Y es por eso que, siendo maestro, siempre he tratado de convencerles a los jóvenes que no solo es mejor adquirir el saber de primera mano que de segunda, pero que suele ser más fácil y mucho más agradable.

 

No hay ningún ramo en que prevalezca más esta preferencia equivocada por los libros modernos y la vergüenza frente a los antiguos que en la teología. Es casi cierto que dondequiera que encuentres a un pequeño círculo de estudio de laicos cristianos, no están estudiando ni a San Lucas ni a San Pablo ni a San Agustín ni a Tomás de Aquino, ni Hooker ni Butler, pero más bien al sr. Berdayev, o al sr. Maritain o al sr. Niebuhr o la señorita Sayors, o hasta a un servidor.

 

Pues bien, esto me parece totalmente bocabajo. Naturalmente, siendo escritor yo mismo, no quisiera que el lector ordinario se abstenga por completo de leer a los libros modernos.  Pero si tuviera que leer solo los nuevos o solo los viejos, yo lo aconsejaría a leer los viejos.  Y así lo diría precisamente porque es principiante y por eso menos protegido que el experto contra los peligros de una dieta exclusivamente contemporánea.  Un libro nuevo está todavía a prueba y el principiante no se encuentra en ninguna posición como para juzgarlo.  Ha de ser puesto a la prueba ante el gran corpus del pensamiento cristiano de todos los siglos anteriores, y han de ser alumbradas todas sus implicaciones escondidas (a veces insospechas hasta por el mismo autor).  A veces no puede ser comprendido sin conocer buen número de otros libros modernos.  Si a las once te reúnes a una charla que había comenzado a las ocho, a lo mejor no vas a captar el sentido verdadero de lo que se está diciendo. Los comentarios que te parecen muy ordinarios producirán risa o enojo y no vas a saber por qué; la razón siendo, por supuesto, que las etapas anteriores de la conversación los habían prestado un sentido especial. De igual manera, las oraciones de un libro moderno que parecen muy ordinarias pueden ser dirigidas a otro libro determinado, y de esta manera puedes ser inducido a aceptar lo que hubieras rechazado indignadamente si hubieras comprendido su importe real. Tu única seguridad es tener una base de cristianismo básico y centrado (“mero cristianismo,” como lo llamó Baxter) que pone a las controversias del momento en debida perspectiva. Se puede adquirir una perspectiva así solamente con los libros viejos. Después de leer un libro nuevo, es buena regla nunca permitirse otro nuevo sin leer en medio uno viejo. Si esto te resulta demasiado, a lo mínimo debes que leer un libro viejo por cada tres nuevos.

 

Cada época posee a su propio punto de vista. Goza de una capacidad extraordinaria por reconocer a ciertas verdades, y una tendencia extraordinaria de cometer a ciertos errores. Por eso nos hacen falta todos los libros que nos van a corregir los errores característicos de nuestra propia época. Y quiere decir eso libros viejos. Comparten hasta cierto grado todos los escritores contemporáneos el punto de vista contemporáneo; aun los que parezcan más opuestos a él, entre estos un servidor. Cuando leo las controversias de épocas pasadas,, nada me sorprende más que el hecho de que casi siempre aceptan las dos partes sin preguntar mucho de lo que rechazaríamos en absoluto ahora. Pensaban ellos que estaban tan completamente opuestos que pudieran ser dos lados distintos, pero en realidad andaban unidos secretamente a todo momento; unidos uno a otro y en contra de los siglos anteriores y posteriores, por una gran masa de presuposiciones compartidas. Podemos estar seguros de que la ceguera característica del siglo XX, la ceguera sobre la cual nos preguntará la posterioridad, “Pero ¿cómo pudieron haber pensado eso?” yace en donde jamás hubiéramos sospechado, y tiene que ver con algo sobre el cual están tranquilamente de acuerdo Hitler y el presidente Roosevelt o el sr. H.G. Wells y Karl Barth. No podemos escapar completamente de esa ceguera ninguno de nosotros, pero lo cierto es que la fortalecemos y a la vez debilitamos a nuestras precauciones contra ella si leemos los libros modernos nada más. En donde tengan razón estos nos van a ofrecer verdades que ya supimos a medias desde antes. Y, donde estén falsos solo nos servirán para agravar el error del cual ya andábamos desde antes peligrosamente enfermos. El único paliativo es mantener soplando en nuestras mentes la limpia brisa marítima de los siglos, y la única manera de lograr esto es leer a los libros viejos. Por supuesto, el pasado no posee magia ninguna en si mismo. Para aquel entonces no estaba la gente más astuta que ahora; se equivocaban al igual que nosotros.  Pero no fueron las mismas equivocaciones. Ellos no nos van a adular con los mismos errores que ya estamos cometiendo, y sus propios errores, ahora abiertos y palpables, ya no nos seducen. Mejor dos cabezas que una sola, no porque sea infalible ni la una ni la otra, pero porque es  poco probable que van a equivocarse ambas de la misma manera. Es muy cierto que nos servirían de correctivos los libros del futuro al igual que los libros del pasado, pero por desgracia no tenemos acceso a ellos.

  

Traducción extraoficial. Tomado del libro Introduction to St. Athanasius on the Incarnation, publicado por St. Vladimir’s Seminary Press, y reeditado en forma de panfleto por Thomas Aquinas College, Santa Paula, California.  Reproducido bajo la doctrina de "fair use" (uso justo) exclusivamente por fines educacionales.

 

 OW 5/07 rev 9/07

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